Una tarde en la playa.

Una tarde en la playa.

Caminaba tranquila, disfrutando del espectáculo que aquel atardecer regalaba a los habitantes de Luarca. El cielo plomizo, cargado de nubes, proclamaba, al que quisiera oírlo, que se avecinaba tormenta, pero por el momento todo estaba en calma. El mar, como una balsa, parecía una continuación del cielo.

Elena se sentó en la arena, pegada a la orilla. Miró al horizonte y respiró con fuerza, hasta llenar sus pulmones de ese aire con regusto a sal. Imágenes de una niña y su hermana pequeña jugando en el mismo lugar le hicieron sonreír. Viajó a aquella vida, feliz, en paz, con su familia y su corazón vibró de emoción al recordarlo.

—¡Allí está!¡Es ella! —oyó a lo lejos.

Ni si quiera se volvió, continuó mirando aquel mar, sabiendo que era la última vez que lo vería.

Al momento, sirenas acompañaron los gritos.

«Es hora de prepararse», se dijo. Se miró las manos, con restos aún de sangre, y se las limpió en su vestido de Armani ya maltrecho. «Lástima».

—¡Asesina! —Una voz destacó entre la multitud que se arremolinaba.

Dos policías se acercaban corriendo hacia ella. Pensó en su hermana: «ese hijo de puta no te tocará más». Por su experiencia como abogada, sabía que no se podría librar de un largo tiempo a la sombra. Sin denuncias previas, un hombre respetado en la comunidad y la defensa de su hermana a aquel maltratador, absorbida por un yugo de amor irreal; se decantarían en su contra. Pero ella sabía la verdad, el rostro de su cuñado en el suelo, como un cascarón vacío de vida, se le dibujó en la memoria… y un estremecimiento de satisfacción le recorrió el cuerpo.

Sonrió, extendió las manos hacia los policías y se despidió de sus recuerdos y de su vida.

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